Querido basquetbol:
Desde que empecé a enrollar los calcetines de mi padre, haciendo que mi imaginación volase con tiros ganadores en el Great Western Forum, supe que algo era real, que me había enamorado de ti.
Un amor tan profundo que te lo entregué todo, desde mi mente y mi cuerpo hasta el alma y el espíritu.
Como un niño de seis años profundamente enamorado de ti nunca vi el final de un túnel, sólo me veía a mí mismo saliendo de uno.
Así que corrí, corrí arriba y abajo, por todas las esquinas, iba detrás de cada balón perdido. Me pediste mi empuje y te di mi corazón. Y aquello se convirtió en mucho más.
Jugué con sudor y dolor no porque me gusten los desafíos, sino porque tú me habías llamado. Hice todo por ti porque eso es lo que haces cuando alguien te hace sentir tan vivo como tú me hacías sentir.
Concediste a un pequeño niño de seis años su sueño Laker, y siempre te amaré por ello. Pero no puedo amarte de manera tan obsesiva por mucho más tiempo. No puedo darte nada más que esta última temporada. Mi corazón puede atajar los golpes, mi mente puede lidiar con la rutina, pero mi cuerpo sabe que ha llegado el momento de decir adiós.
Y no pasa nada. Estoy listo para dejarte ir. Quiero que lo sepas para que ambos podamos saborear cada momento que dejamos juntos. Los buenos y los malos. Nos hemos dado todo lo que tenemos mutuamente.
Y los dos sabemos que no importa lo que haga después, siempre seré ese niño con los calcetines y los cubos de basura en la esquina: “05 segundos en el reloj, balón en mis manos 5… 4… 3… 2… 1”
Siempre te amaré,
Kobe.